Parece que es una sensación generalizada: enero ha durado cinco meses. Y es que, al pensar en los libros que he leído en estas últimas semanas, tengo los recuerdos difusos y lejanos, como si hubiese pasado más tiempo.
Terminé 2020 con poquitas ganas de leer y no encontraba ningún libro que me llamase lo suficiente la atención. Por eso, recurrí a mi lectura favorita del año para salir del bloqueo lector. Nada como volver a Calpe con Dylan, Hugo y el resto de la familia Cabana para recuperar las ganas de leer.
Qué maravilla volver a encontrarme con todos ellos. ¡Y cuánto quiero a Dylan!
La historia me pareció tierna, a veces dura y, sobre todo, esperanzadora.
Y eso que los problemas y prejuicios a los que se enfrentan Liza y Annie, en un libro que se escribió ¡en los años ochenta!, son (por desgracia) los mismos que todavía hoy se encuentren las personas LGTB.
Por eso me parecen tan necesarias este tipo de historias, llenas de ternura, naturalidad y esperanza.
Para qué andarme con rodeos: me aburrió un montón. Me costó avanzar en la lectura y en varias ocasiones, sobre todo hasta la mitad, estuve a punto de abandonar. Si seguí leyendo fue porque tenía curiosidad por la tercera parte (que transcurre en Nueva York).
Las cosas que ocurren con Lily, incluso con Sam, me parecieron de culebrón malo, y, en líneas generales, fue decepcionante (tras un primer libro tan guay).
Quizá lo que más me gustó es la capacidad de la autora de transmitir el dolor de Lou tras la muerte de Will.
Cuando pensaba que ya no podían pasar más cosas y me estaba costando seguir, todavía no había llegado ni a la mitad del libro. Al menos, es más entretenido que el segundo libro, pero no llena (ni por asomo) las expectativas que me había montado con eso de que la historia se desarrolla en Nueva York.
Por suerte, de la mitad hacia delante la cosa mejora (gracias, sobre todo, a personajes como Margot y la entrañable relación que establece con Lou).